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Aquellas añoradas librerías de viejo | Juan Emilio Ríos

Juan Emilio Ríos

Se abría muy de mañana y permanecía abierto hasta la una, hora en la que para poder adquirir uno de los libros, había que quitárselo literalmente de las manos a su propietario o rescatarlo de las grandes cajas de cartón donde ya estaban embalados, regreso a casa y mañana al mismo lugar en el improvisado escaparate.

El puesto de Luis Coca era poesía pura. Libros antiguos que tras años de cómoda morada en cualquier estantería, volvían a tener precio. Libros de cuarta y quinta mano, que te hablan de cada uno de sus dueños en los garabatos que ilustran sus páginas gastadas y amarillas, y a veces, si tienes suerte en cartas manuscritas que duermen entre sábanas de papel, sellos que han dado tres veces la vuelta al mundo, para terminar en manos de cualquier cazagangas como yo.

Trasiego continuo de títulos y autores que conformaban la variopinta oferta de ese gran almacén de la ilusión y de la curiosidad, de lo exótico y lo inesperado que era este entrañable puestecito de compra y venta.

Situado en la plaza de abastos, frente a los puestos de llaves, el puesto de Luis era un oasis de papel entre el enmarañado laberinto de frutas, hortalizas, pescados, relojes y chucherías.

El puesto de Luis era la casa de la cultura vista en los espejos valleinclanescos del callejón del gato. Allí se podía mirar y tocar, leer y soñar, pero también había que combatir a muerte para que nadie te arrebatara esa rareza o aquel libro descatalogado en cualquier otro lugar del planeta.

El puesto de Luis era el único museo del mundo que vendía sus tesoros.

Al que también frecuenté fue a Antonio Moreno, el librero de viejo de la calle las Huertas, que te cambiaba cómics antiguos por cómics nuevos, te vendía libros de ediciones inencontrables y hasta te compraba los lotes de libros que ya no querías conservar en tu casa o simplemente que no tenías ya donde meter.

Allí me quedaba las horas muertas buscando tesoros de papel y tinta. Además, Antonio era poeta y podías hablar con él de literatura con deleite y hasta te recitaba poemas clásicos y propios.

Una hora de oro le llamaba yo al intenso rato que pasaba entre las montañas de libros apilados en su establecimiento lleno de solera. Hoy en día, los rastros benéficos ‘Betel’ y ‘Reto’ de personas que han vencido la tiranía de las drogas y las modernas tiendas de compra-venta de todo tipo de artículos, junto a los rastros de antigüedades, han cogido el testigo de esos rancios establecimientos, y te venden por precios irrisorios libros, discos, películas, cuadros y objetos de toda ralea.

Yo, como ya sabéis, los frecuento a diario. Hoy domingo, cuando esto escribo, ya se me hace la boca agua pensando que mañana estarán a mi alcance todo tipo de maravillas a precios de saldo.

¿Qué piensas?